REFLEXIÓN Y MEDITACIÓN, LAS DOS PARTES DE UN TODO.
Reflexiono a veces sobre la estructura de nuestra mente, su versatilidad, su maleabilidad, su infinita capacidad para sorprendernos cuando, partiendo de una idea bien simple, acaba creando una maraña de complejas interacciones que nos confunden, nos complican la comprensión y nublan nuestro entendimiento consciente inmediato.
La naturaleza de nuestra mente es esquiva. Su autodefinición escapa por principios a cualquier intento de yugo paralizante. Extrema complejidad interpretativa que se simplifica si tenemos en cuenta cómo se establece nuestro conocimiento del entorno, cómo hemos sobrevivido hasta ahora.
La mente es ante todo un elemento funcional de nuestro ser. Del mismo modo en que nuestras piernas, manos y boca existen para garantizar nuestra operativa vital, la mente tiene su sentido en un mundo lleno de peligros, de oportunidades y de interrogantes que deben ir descubriéndose poco a poco en la medida en que el número de elementos que relacionamos es mayor.
En la práctica marcial resulta fundamental observar el proceso de maduración de la mente. Percibimos que nuestra capacidad de aprender cosas nuevas es muy ágil cuando el número de relaciones que tenemos que establecer entre ellas es pequeño, sin embargo, en la medida en que nuestro conocimiento se va ampliando parece que cuesta más integrar nuevos elementos.
Nuestra memoria sobre todo el conocimiento que vamos adquiriendo se establece en base a la utilidad de lo aprendido, es decir, en aquello de este nuevo conocimiento que guarda relación integral y productiva con los restantes elementos de nuestro cerebro y dispone de significado en el contexto general del conjunto.
Además de maravillarnos por su abrumadora complejidad, también podemos centrarnos en su naturaleza esencial en nuestra vida. Eso nos mostrará la necesidad de que trabajemos con ella de una forma organizada, limpia, coherente y efectiva.
Solemos hablar de ella como de un apósito acoplado a un algo que seguimos sin poder descifrar. Sin embargo, ella, nuestro cuerpo, nuestras sensaciones y nuestros sentimiento no son más que fractales interdependientes de un algo aún más complejo de lo que quizá podamos descubrir nunca en términos matemáticos. Forman partes inseparables de un todo en permanente interacción existencial.
Nuestra capacidad de aprender cosas nuevas es muy ágil cuando el número de relaciones que tenemos que establecer entre ellas es pequeño.
La naturaleza de la mente responde a nuestras necesidades como seres sintientes. Para vivir, para estar sanos, para reproducirnos, para alejarnos de los problemas mientras nos acercamos a las oportunidades y, sobre todo, para solucionarlos, necesitamos que nuestra mente haga bien su trabajo y que operemos desde ella con claridad y bondad.
Esta visión instrumental de la mente no es reduccionista. La mente es fundamentalmente una experiencia personal, una experiencia que se acentúa cuando la presión existencial crece. Como proceso inherente a la vida resulta dirigible, optimizable y entrenable en términos operativos, pero también tiene una finalidad superlativa en el conjunto del ser; es nuestra herramienta de elevación espiritual, de lo que llamamos en nuestra práctica «iluminación».
Esta mente ha sido investigada, explorada, desgajada hasta la saciedad por muchas escuelas filosóficas de la antigüedad y desde numerosos ámbitos científicos modernos. Conocer la mente es tener una idea de su sentido y de los resultados que ofrece sometida a determinado tipos de estímulos. Saber cómo reaccionará algo o qué producirá, no conlleva necesariamente el conocimiento profundo de su funcionamiento, de su origen y significado, pero nos da pistas que pueden resultar útiles en nuestra operativa diaria.
Otros aspectos de nuestra mente se nutren del conocimiento de sus respuestas, de su operativa funcional y de sus vínculos reactivos e interdependientes con los restantes aspectos del ser. Cuando meditamos, por ejemplo, estamos de algún modo acallando una parte del proceso en el que tenemos posibilidades de intervención. Al hacerlo logramos sentir cómo una parte más oculta, subconsciente, emerge y brilla por si sola sin necesidad de que nuestra zona consciente participe en dicho proceso.
La mente es nuestra herramienta de elevación espiritual, de lo que llamamos en nuestra práctica «iluminación».
La mente que razona es la misma que la que medita. Sin embargo, el estado mental que asumimos en cada caso es diferente. El primero se dirige hacia afuera, intenta descifrar los enigmas de nuestro mundo y de nuestra posición en él. El segundo es el que dirigimos hacia dentro, para sentir nuestro proceso interior sin palabras, solo con intuición, sentimiento y comprensión iluminada. Los dos caminos operan en términos de actividad diferentes, dos estados mentales superpuestos que se nutren mutuamente cuando cada uno se circunscribe a su mundo y confluyen a modo de experiencia personal en el meditador.
El meditador es, por lo tanto, también un reflexionador. No podemos separar el yin del yang, lo externo de lo interno, aunque ambos territorios deben tener sus reglas, su color y su ámbito de funcionamiento natural.
Cuando queremos entrenar la mente, tenemos que intentar entender todos los retos que se nos presentan. Por un lado, tenemos que alimentar estos dos mundos interdependientes evitando por completo la interferencia natural de uno sobre el otro en su eterna pugna. Equilibrar esta tensión para que el círculo existencial tenga una forma esférica perfecta requiere que entrenemos las dos polaridades del círculo, la del mundo del conocimiento, la reflexión, la comprensión racional de nuestra realidad, y la del mundo del descubrimiento, el control, la observación y la sorpresa intuitiva del descubrimiento profundo al que nos lleva la abstracción meditativa.
La mente que razona es la misma que la que medita. Sin embargo, el estado mental que asumimos en cada caso es diferente.
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