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Los tres venenos del progreso marcial. Parte I


La prisa en las artes marciales

Estética y belleza son algunos de los elementos que adornan ocasionalmente algunos de nuestros modelos de acción, sea el sistema o arte marcial que sea. El arte, en sí mismo, tiene una belleza implícita en su propia naturaleza, expresada desde la excelencia. Un objetivo que, sin llegar nunca al ideal abstracto de la perfección, crece y se orienta siguiendo sus propias premisas. Estamos frente a un crecimiento natural que acaba regalándonos las bondades que surgen del trabajo a conciencia, bien encaminado, lleno de crítica constructiva sincera y bordado por la inteligencia que surge del sentido común, el que desarrollamos cuando se ejercitan la verdad y la sinceridad sin disfraces.


El arte es, por naturaleza, pura fuente de belleza, pero sigue estando amenazado en su práctica por numerosos demonios, entidades propias que pueden empujarnos hasta el aburrimiento y convertirnos en un ejemplo más de superficialidad, narcisismo y egolatría.

Y no me refiero a «aburrimiento» como si un objetivo de la práctica fuese la diversión, sino al término opuesto a lo que significa percibir el sentido de las cosas, el ánima que hace que queramos seguir insistiendo en algo, no en virtud de unos objetivos idealizados, sino partiendo de un sentimiento profundo de obligatoriedad.


En esta serie de entradas, analizaremos tres de los demonios más importantes de la práctica: la prisa, el autoengaño y la rivalidad. Los hemos denominado «venenos» con toda la intención del mundo. Pocas palabras definen mejor que esta lo que pretendemos asociar a estas tendencias destructivas, factores que se siguen imponiendo en nuestra sociedad y que han acabado contaminando todo a su paso, sin ser la marcialidad una excepción a esta regla catastrófica.


La prisa en las artes marciales

La prisa

La prisa, como defecto, ocupa la cúspide de la pirámide del naufragio o, si otros prefieren verlo desde una perspectiva inversa, representa la base piramidal de todos nuestros problemas a futuro cuando se trata de avanzar y progresar de forma integral en el estudio y práctica de las artes marciales.

El arte, en sí mismo, tiene una belleza implícita en su propia naturaleza, expresada desde la excelencia.

Ejercer la prisa es despreciar el proceso. La prisa siempre está vinculada a la expectativa de finalizar algo, algo que entra directamente en conflicto con la propia naturaleza formativa de las artes, en concreto de las artes marciales. Tenemos prisa porque no estamos dispuestos a pagar el precio que la excelencia nos exige para entregarnos sus presentes. Y lo queremos así porque, con esos presentes, iluminamos esa imagen que tenemos de nosotros mismos y que queremos proyectar hacia los demás.


Detrás de la prisa en el aprendizaje marcial hay un principio fundamental de «no aceptación» que debemos superar, sobre todo si queremos avanzar en el desarrollo de las habilidades que la práctica fomenta y, a la vez, nos demanda. Todo ocurre a unos ritmos que nada tienen que ver con los que prevemos desde la impaciencia y nuestras planificaciones desordenadas.


Contaminados por el cine, en el que grandes historias se condensan y falsean en apenas noventa minutos, muchos incautos quieren vivir el resultado de estos procesos de desarrollo artístico en un lapso similar de tiempo. Todo lo que se sale de un aprendizaje directo y una habilidad inmediata parece algo insoportable debido a la impaciencia cultivada en nuestros pequeños desde su más temprana edad.

Tenemos prisa porque no estamos dispuestos a pagar el precio que la excelencia nos exige.

La progresión tiene su tiempo. La gratificación inmediata se ha vuelto el reclamo que los malignos zorros de nuestro presente uniformemente acelerado, psicópatas ambiciosos que regalan desde sus pantallas estas microdosis de placer imaginado a todos los deseados Pinochos transformables en burros que su sistema necesita para poder manejarlos a su antojo.

La prisa en las artes marciales

El menoscabo de lo humano comienza por no aceptar esta simple regla de contención: no todo es placentero y no todo llega de inmediato; todo aquel que nos induce a pensar que esto no es así deberíamos ponerlo en cuarentena y alejarlo todo lo posible de nuestro marco humano de convicciones.


La cultura de lo inmediato cumple su función en términos operativos, pero no podemos olvidar que el ser humano es muchísimo más que una entidad biológica, es decir, un organismo que funciona como una mera máquina constituida por un cuerpo y una mente. Viéndonos así, como máquinas celulares, parecen lícitas ciertas exigencias de rendimiento, prontitud y eficacia.


Este reduccionismo perverso, estimulado por una pseudociencia que ha dictado sentencia de falsedad sobre aquello a lo que no puede, ni podrá, tener acceso demostrativo, nos empuja a percibir a nuestros semejantes como meras «cosas biológicas» que operan en un magma de intereses desordenados. Cosas que compiten entre ellas para lograr estos efímeros destellos placenteros, que nada tienen que ver con el flujo luminoso ininterrumpido de una práctica artística vivida desde el corazón y con el espíritu humano como intermediario. Quizá, entendiendo esta visión podamos comprender de dónde surgen todas estas predisposiciones a los abusos, al racismo, al sexismos o a cualquier cosificación de lo vivo, con todo el sufrimiento que ello conlleva para las personas que sufren ese rol.

El menoscabo de lo humano comienza por no aceptar esta simple regla de contención: no todo es placentero y no todo llega de inmediato;
Bordeando la superficie

La prisa es el sabotaje que nos saca de la línea, que nos empuja a cambiar de bando cuando no hemos alcanzado en una simple sesión de entrenamiento lo que queríamos. Cambiando, cambiando y volviendo a cambiar, construimos un laberinto esférico en el que no paramos de recorrer su superficie sin terminar de saborear nunca lo que hay debajo. Es un recorrido desconcertante pero que, en cada cambio, nos suministra la dosis de placer que emana de la novedad, de saber que estamos en otro momento, con otras personas, con nuevas perspectivas y, por supuesto, con el mismo veneno insertado en lo más profundo de nuestro pensamiento. Un veneno que nos hará cambiar nuevamente de carril cuando estos efímeros objetivos sigan evaporándose frente a nuestras narices.


Sin embargo, el tiempo sigue corriendo en nuestra contra y, lo que entendíamos como velocidad necesaria, que en realidad es impaciencia y prisa disfrazada, lo único que hará será interferir en el proceso de interiorización que necesitábamos para movernos en las líneas verticales del arte, las que nos empujan a lo más profundo de su estructura para elevarnos a la vez a lo más alto de nuestro potencial de crecimiento como personas y como verdaderos artistas marciales.


Toda la práctica busca la efectividad final de la acción en el ejercicio. El arte es un sistema construido para que desde él avancemos interiormente mientras evolucionamos externamente hacia esa excelencia. La vida nos depara siempre sus declives y la edad nos terminará quebrando elementos como la velocidad, la fuerza, la agilidad o la amplitud de movimiento. Sin embargo, la práctica sincera, con conocimiento, paciencia, inteligencia, dosificación y comprensión de utilidad nos permitirá llegar al final de nuestro camino vital, ejercitando el alma a través de los valores que las artes marciales nos ayudan a construir desde el movimiento coordinado del cuerpo, el pensamiento, el espíritu y las voluntades inquebrantables de la fe en lo humano, elementos que nos llevan indefectiblemente a aceptar nuestros límites para sentir el Tao en toda su magnitud.

Construimos un laberinto esférico en el que no paramos de recorrer su superficie sin terminar de saborear nunca lo que hay debajo.

Bordado del arte

La prisa nos perjudica y es, más que una tendencia, un síntoma que podemos y debemos evitar. Podemos comenzar aceptando que la excelencia va de la mano de la comprensión y esta llega con la madurez natural que necesitamos para amarrar muchos cabos sueltos. La unidad de todos estos segmentos aparece trenzada en un momento de nuestra historia y debemos estar claramente orientados a percibirla, sentirla, y comprender que no deja de ser un hilo de la madeja que utilizaremos para bordar el brocado de nuestra vida. Hilo a hilo, vuelta a vuelta, unidad tras unidad, iremos anudando las partes de la trama. Nos alejaremos y nos acercaremos tantas veces como sea necesario, para poder ver cómo evoluciona la imagen que estamos construyendo, una imagen que, para sorpresa de todos, acaba siendo un fiel reflejo de todo lo que hemos crecido mientras tejíamos nuestra vida.


Para evitar la prisa, debemos tener clara su existencia, conocer el origen del que procede y qué partes de nosotros son sensibles a sus encantos. Descartar lo mágico inmediato es uno de los fundamentos del antídoto que buscamos. Para ello, debemos dejar de educarnos en esta tendencia a través de nuestra propia planificación diaria, nuestros hábitos de consumo o nuestra postergación voluntaria de determinados elementos a priori placenteros.


Podemos mirar al presente cara a cara, sentir dónde estamos y con quién estamos. Cultivar la humildad de sabernos meros destellos en la explosión de luz que representa el universo. Puntos de luz que comparten la esencia del origen y que merecen ser tratados como tal, aunque el tiempo y el espacio sea algo que no nos corresponde evaluar y conozcamos una parte ineludible del final de toda esa historia.


Proponemos sentir la práctica como un legado recibido, como una responsabilidad personal hacia el conjunto, como un continuo de almas y voluntades que viaja a través del tiempo y que se ha expresado en nuestro actual presente para decirnos algo que no sabíamos, algo que quizá no podemos comprender aún, algo que puede que nos lleve a otra simple pregunta.


Avanzar es el único objetivo y su base responde a nuestra necesidad evolutiva como especie, como seres humanos y como almas encarnadas que buscan manifestar la esencia que produce todo lo que existe, desde su pensamiento, su espíritu y sus obras personales. La vida es un buen espacio de tiempo para lograr todo esto.


La práctica consistirá, por lo tanto, en aceptar la lentitud de la naturaleza para vivir menos acelerados, para percibir mejor el presente en toda su magnitud y para quedarnos ocasionalmente extasiados de la magnitud del milagro en el que cabalgamos. Esa lentitud la ejercemos a la velocidad que nuestro desarrollo real nos permite, no debiendo exponernos a una dosis mayor de lo que, en lo más profundo de nosotros, sabemos que no está ocurriendo en orden, estructura y eficacia.


La práctica es el camino hacia la eficacia, desde la humildad, sobre el esfuerzo constante para adentrarnos en el mar de la sinceridad, ese mar al que accedemos voluntariamente para surcarlo en la nave de nuestro espíritu humano trascendente; el viento del arte será el que marque la velocidad a la que naveguemos, tan solo debemos tener claro hacia dónde vamos y cómo tenemos que orientar las velas de nuestra voluntad para no desviarnos del camino.

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