Los tres venenos del progreso marcial. Parte 2
«Tenía una gran habilidad, pero no hacía alarde de ella. Nunca buscó sacar provecho de su arte. Semejante integridad es una pérdida dolorosa para nosotros. Entre estos arroyos poco profundos y colinas antiguas, ¿alguien cuidará de esta tumba solitaria? Quien lee esta inscripción examina a un hombre que dio buen ejemplo.»
EPITAFIO PARA WANG ZHENGNAN (1669)
Huang Zongxi
El autoengaño.
Aunque la palabra «auto» ya apunta maneras, los motivos que generan este fenómeno perverso están relacionados en toda su magnitud con factores de influencia exógena. Esta influencia permanente hacia el acto de mentirnos está presente en todo el universo mediático que nos rodea, más concretamente en el marco del arte, de la escuela y, sobre todo, del profesor y su propia estructura docente.
Un arte marcial es algo relativamente complejo, tanto que no da juego para la definición corta o sencilla, tipo texto de Twitter ahora X, que demanda el homo tecnologicus actual. La realidad es que el verdadero significado de la práctica marcial tradicional no vive su mejor momento evolutivo y se ha diluido de forma uniformemente acelerada con el paso de los años acorde a la degradación permanente de la cultura que lo acompaña.
El deporte, la fantasía cinematográfica o la emulación heroica de contextos de lucha, realistas o profesionales, han generado un marco influido de desarrollo que ya se manifiesta pervertido desde su propia base. Una de las esencias principales de las artes marciales se refiere al control sobre el personaje creado, un ego que nos mete en más problemas de los que nos saca. Y digo control, porque no se trata de hacerlo desaparecer, tal y como señalan algunas pseudoteologías, son propuestas de control que sugieren sanear y alinear con nuestra verdadera naturaleza esa propia imagen que proyectamos hacia el exterior, entendiendo de forma crítica las sensaciones que dicho acto nos devuelve a continuación.
La mayor dificultad para acatar este axioma de control del ego radica siempre en la cantidad de irrealidades en las que se basa esa imagen y en lo difícil que es articular un modelo de acción que lo desmonte en sus mentiras, mientras consolida verdades que pueden no ser tan populares como nos interesa o de una alta vulnerabilidad en lo social.
Convivimos con premios en metálico, reconocimientos de grados, fantasías llenas de falsas expectativas, articulación del miedo como herramienta de manipulación, proyección de personalidades mediáticas, etc.
Una de las esencias principales de las artes marciales se refiere al control sobre el personaje creado.
Parece que la figura humilde y discreta de un practicante que se centra en el estudio del arte y en los beneficios que puede aportar a su desarrollo personal no funciona si no subimos una imagen de ello a cualquier red social. Tampoco es atractiva en el marco competitivo en el que se desenvuelven los centros de formación, que ya escapan del ideal confuciano tradicional para garantizar/vender seguridades imposibles, superioridades que excluyen las características individuales de la persona o, lo más sorprendente de toda la oferta, el beneficio integral de prácticas que no implican relación de contacto con un oponente de entrenamiento.
Múltiples enfoques invertidos que existen porque hay público para ellos, un tipo de público que a su vez concurre porque, entre tanta tontería, falsedades y opulencia, no tiene claro por dónde debe tirar ni cuál es el verdadero sentido de todo este maremágnum exótico, mediático y atractivo.
Y este problema se manifiesta agravado por una educación infantil deficitaria o confundida en valores, sentido y dirección; también por la predisposición que tenemos a la adulación, al magnetismo de ciertos individuos y sus programaciones neurolingüísticas o al buenismo que soterró la realidad de lo que sentimos frente a la violencia verdadera. Un pastel incomible que, sumado a la comodidad, a la falta de amor por el esfuerzo y a la prisa de la que hablábamos en la anterior entrada de esta serie, no dejan mucho margen a la esperanza.
El autoengaño es, en realidad, un acuerdo tácito entre nuestros déficits personales de comprensión y las circunstancias perversas de un contexto que no duda en aprovecharlos. Nadie nos empuja realmente a hacer todo esto, lo decidimos por propia voluntad, aunque esta palabra brille por su ausencia en la realidad subyacente de todo el fenómeno. Somos nosotros los que decidimos ser monjes, célibes, vegetarianos temporales, grandes guerreros, espías indestructibles o campeones del mundo. Y lo hacemos porque al intentar convertirnos en estos arquetipos y lograrlo de forma imaginaria, la situación se vuelve atractiva, nos autodefine, nos da un sentimiento de identidad grupal y nos mete en una película a la que van dirigida el resto de las acciones diarias que hacemos en nuestra simple cotidianidad.
Cada persona tiene su propia vida de entrenamiento, y no me cabe la menor duda de que existe un ejército enorme de verdaderos practicantes, personas que mantienen su práctica en la sombra de lo mediático y siguen disfrutando de la satisfacción sincera y personal que les produce su compromiso con la vía tradicional. Sin embargo, muchos otros, han caído en la trampa externa de la práctica y podrían darse cuenta de ello si comienzan a preguntarse de dónde viene es frustración resacosa cuando se han agotado todos los episodios de la serie.
El autoengaño es, en realidad, un acuerdo tácito entre nuestros déficits personales de comprensión y las circunstancias perversas de un contexto que no duda en aprovecharlos.
El autoengaño es reconocible por los modelos que reproduce y que sugieren un verdadero reparto cinematográfico si ponemos un poco el acento en las características asociadas a cada uno de ellos. Un panorama imitativo del que hay que escapar cuando queremos ceñirnos a aquello que nos señalan los maestros ejemplares de la vía. Personas que vivieron con coherencia, simplicidad y humildad. Sin opulencia ni intención mediática más que para combatir el malentendido.
La práctica requiere, como se refleja en el epitafio de cabecera, desarrollar habilidades y no alardear de ellas. Quizá el primer signo de autoengaño sea ver en el arte lo que no es. Y para ver en el arte la realidad de su propia naturaleza es preciso que los profesores, las escuelas, los maestros y todas las personas que recogen ese legado opten por la dirección dura, el camino difícil y conflictivo que es no dorarle la píldora a sus alumnos, no alimentar sus fantasías desbordadas y no venderle expectativas grandilocuentes que nada tienen que ver con la verdadera riqueza de lo que están haciendo.
Personas que vivieron con coherencia, simplicidad y humildad. Sin opulencia ni intención mediática más que para combatir el malentendido.
Caer en esta tentación para mantener la escuela es sinónimo de desastre para todos, para el alumno, que se acabará cansando de ver siempre la misma película, para el maestro que dejará de contribuir a una tradición heredada y, sobre todo, para la sociedad en su conjunto, que pierde una referencia de excelencia que ha sido faro de admiración en otros muchos momentos de la historia y que ahora parece ir cada vez más relegada a uno de los múltiples esperpentos que aparecen en nuestra bandeja de entrada cada mañana que abrimos el correo.
Las artes marciales son un compromiso con la verdad, con la justicia y con la responsabilidad que entraña luchar por estos dos valores fundamentales del ser humano. Si actuamos de forma irresponsable y pervertimos la base para garantizar nuestra participación en el circo, si esto ocurre, no podremos enfadarnos cuando se nos tilde de payasos y cuando nuestros propios alumnos comprendan que fuimos cómplices de su inmadurez, de su falta de integridad o de las mentiras que nacen de estos dos estados tan habituales actualmente.
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