Combatir la «adolescencia programada»
«El héroe es aquel que vive en la esfera interior de las cosas, en lo verdadero, divino, eterno, que siempre existe, invisible para la mayoría, bajo lo temporal, trivial; su ser está en eso. Él mira hacia lo eterno, busca su vida y su objetivo allí; se mantendrá firme por la verdad, el hecho; el pensamiento de esto, por lo tanto, se convierte para él en una especie de consuelo en todas las dudas, peligros e incomodidades.»
On heroes, hero-worship, and the heroic in history
Thomas Carlyle
Introducción
En los últimos años, el fenómeno del suicidio juvenil ha cobrado una preocupante relevancia en España, generando importantes reflexiones desde todos los ámbitos de la sociedad, tanto sobre las causas como sobre sus posibles soluciones. En este artículo, abordamos esta grave problemática desde una perspectiva atípica: la visión de la tradición marcial y la responsabilidad que nos corresponde como padres, tanto marciales como tutores.
Además de reflexionar sobre las posibles raíces del problema, intentamos también ofrecer soluciones prácticas para reorientar nuestras vidas y las de nuestros jóvenes, fomentando un entorno de influencia adulta diferente. Exploraremos cómo la constante presión de la ocupación y la búsqueda incesante de una felicidad prometida afectan interiormente generando un estado de desánimo y desesperanza cada vez más preocupante.
Desde la tradición marcial, proponemos estrategias para combatir esta crisis, enfocándonos en la autoconciencia, la autenticidad y la importancia del ejemplo que damos a nuestros hijos.
La trampa del progreso
Vivimos en los tiempos del denominado progreso, un progreso que nos promete a diario la posibilidad de ser felices y mejores, siempre y cuando seamos capaces de rendir lo que estas promesas de felicidad nos exigen. Sin embargo, una parte importante de nuestra vida emocional se nutre de haber convertido en sensación de bienestar a este eterno «tiempo de espera», el que nos falta para alcanzar esa verdadera felicidad prometida.
Esa antesala ficticia de la realidad, que debería adornar nuestros sueños realizados antes de que esto se acabe, deja en algún momento de parecernos aceptable y empezamos a hacer cuentas de nuestro pasado: lo gastado en él, lo esperado de él y lo que realmente hemos obtenido. Comenzamos a sentir que no queda mucho margen para alcanzar la imagen feliz que habíamos metido en nuestro imaginario personal para las edades que ocupamos ahora.
Este simulacro de felicidad, cubierto de juguetes, ideas y objetivos grandilocuentes, se oscurece en cuanto nos ponemos a hacer las cuentas de nuestra vida al traspasar el tan temido Rubicón. Pese a nuestra tendencia natural al optimismo, comenzamos a percibir que algo ha dejado de encajar en el plan, en el magnífico futuro que imaginamos desde nuestra adolescencia.
La reacción de nuestra mente ante la realidad
Las respuestas de nuestra mente son inmediatas ante esta percepción tan disruptiva. Empezamos a perder energía para hacer las cosas, voluntad, entusiasmo y satisfacción en todo aquello que ha perdido nuestra confianza. Comenzamos a acumular un extraño tipo de resentimiento y buscamos culpables que nunca están más allá de nuestra propia epidermis; dejamos de creer en el futuro porque el futuro ha llegado y no es como lo imaginábamos.
Comienzan las depresiones, las malas decisiones, las fracturas familiares y un sinfín de derivados tóxicos de un estado que no era natural al principio y que tampoco lo es ahora. La idea de fracaso, de no haber conseguido lo que pensábamos que obtendríamos en la mitad de nuestra vida, es tan falsa como aquella que nos alumbró la gloria cuando aún no sabíamos cuáles eran nuestras verdaderas potencialidades de partida.
Comenzamos a acumular un extraño tipo de resentimiento y buscamos culpables que nunca están más allá de nuestra propia epidermis
Estrategias de combate
La acción de combate que corresponde frente a esta cruda realidad, la que nos toca asumir desde el espíritu de la vía marcial, va en dos direcciones diferentes. Una hacia nosotros mismos, para reparar el fallo inducido por haber caído en las trampas de la felicidad absoluta prometida, una falacia basada en la identificación total del ser humano con su profesión y las repercusiones económicas de esta; la otra, hacia los que nos suceden, intentando aclararles cómo funciona esta malhumorada película para no contagiarles nuestros demonios.
Ser más, menos, mejor o peor siguen siendo distinciones que aplicamos a nuestros hijos e hijas, etiquetas sobre las que trabajamos para construir los peldaños de la escalera que pretendemos para ellos con el fin de que no se equivoquen al subir a los terrenos de la realeza que aparentemente les corresponde. Y, aunque no en todos los casos, se suele hacer desde vidas absolutamente ocupadas, fatigados por el trabajo, las responsabilidades domésticas, la dureza económica de la vida y la injusticia permanente con la que tenemos que convivir.
Si nuestros jóvenes no nos creen es debido a su alto nivel de inteligencia. Aunque parezca lo contrario, observan nuestros planes, cómo hemos avanzado en ellos y qué hemos conseguido. Ven a dónde nos ha llevado todo nuestro esfuerzo y comprenden que la realidad de la vida no es siempre como nos afanamos en promulgar. Algunos no perciben esto directamente, pero lo intuyen de algún modo. Nuestra operativa vital fatigada les transmite la realidad subyacente a nuestros errores camuflados y optan por centrarse en el resultado que les gustaría obtener antes que en los procesos mediante los que se alcanzan dichos resultados.
Miopía sobre los procesos de progresión
Esta falta de visión sobre el proceso, sobre la cara B de estas alturas sociales y económicas, hace que ni se planteen profundizar en todo lo que significa el contexto profesional con el que pueden ganarse la vida, el estatus social en el que esta decisión los meterá, las exigencias y valores imperantes en cada uno de estos estamentos y, lo más importante de todo, las importantes renuncias que tendrán que afrontar siempre, sea cual sea la decisión que tomen.
Nuestros jóvenes de hoy quizá no tienen claro lo que quieren ser, pero muchos coinciden en que quieren tener mucho dinero, pocas responsabilidades, que su vida carezca de conflictos y que el placer, sea el que sea, condimente cada segundo de su vida. Sobre todo, no quieren ser como nosotros cuando transmitimos frustración, depresión, resentimiento y desilusión.
Ven a dónde nos ha llevado todo nuestro esfuerzo y comprenden que la realidad de la vida no es siempre como nos afanamos en promulgar.
Nuestra acción de ejemplo debe comenzar por nuestra propia reorientación vital, es decir, por poner la profesión, el trabajo y la economía en su justo espacio de importancia. Sin pirámides de referencia ni estadísticas sociológicas a las que mirar, asumiendo nuestra capacidad innata para lograr cumplir las misiones que podemos asumir con nuestras potenciales capacidades reales y con todo el esfuerzo invertido en desarrollarlas. La verdadera felicidad que queremos transmitir y contagiar está detrás de la satisfacción de saber que hacemos lo que nos corresponde, y que lo hacemos con el esfuerzo, vitalidad y entusiasmo que dicha convicción nos confiere.
Autoconocimiento y sinceridad
El esfuerzo en nuestro camino de realización debe comenzar por conocernos con sinceridad, saber qué somos capaces de hacer cuando nos liberamos de etiquetas, expectativas o referencias no testeadas. La infancia es un momento de ensayo y error, pero la adolescencia es el momento en el que la voluntad nos empuja a probar, a adentrarnos un poco más en aquello que resuena en lo más profundo de nosotros.
Tenemos que ser el ejemplo vivo permanente que reactive en ellos esa vibración en ese momento tan delicado. Actuar como guías sinceros desde el corazón, como personas que no aspiran a nada más que a ayudar a este descubrimiento, a hacer ver que el proceso de resonancia es personal e intransferible, pero que vibrar es vibrar y estamos profundamente inmersos en descubrir y desarrollar nuestras propias vibraciones personales.
No quieren ser como nosotros cuando transmitimos frustración, depresión, resentimiento y desilusión.
Si no queremos que caigan en las garras del desánimo y la depresión, no queda otra que trabajar con dureza y amor sobre nosotros mismos y que lo vean, lo sientan y lo comprendan. Debemos dejar de dar instrucciones que ni nosotros mismos nos creemos y empezar a ser auténticos con absoluta crudeza y sinceridad. El amor es la base de la familia y debe ser el pilar en el que debemos afianzar nuestra acción de ejemplo y de inspiración para ellos. No cuestión menor o una acción secundaria de la vida, es la prioridad máxima porque desde ella construimos el alma que nos lleva a la satisfacción real, a la felicidad que queremos regalarles, pero que ellos deben construir inspirados en nuestro ejemplo constante por hacerla realidad.
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